Sobre la medianoche del sábado, un público variopinto, entre los que destacaban las cazadoras bordadas de los componentes del Cirque Du Soleil y los restos de una boda mañanera con corbatas aflojadas ellos y maquillaje corrido ellas, se rodeaban de gente que se buscaba, gente que se encontraba, y gente que se rehuía.
Sobre la medianoche del sábado, un público variopinto, entre los que destacaban las cazadoras bordadas de los componentes del Cirque Du Soleil y los restos de una boda mañanera con corbatas aflojadas ellos y maquillaje corrido ellas, se rodeaban de gente que se buscaba, gente que se encontraba, y gente que se rehuía.
Al fondo de la sala, Coque Malla, en un concierto acústico. Dieciséis temas, nuevos del autor, clásicos de la agrupación, y temas de siempre (escuchar I never can say goodbay sigue recargando mis pilas), con arreglos exquisitos para una ocasión como ésta, ausentes de estridencias innecesarias. ¿Quién necesita estridencias innecesarias? Sólo los que no son capaces de alcanzar la armonía. Y no es el caso.
Me agradó la acústica de la sala que, todo hay que decirlo, fue empeorando a medida que avanzaba la actuación y ya todos nos sentíamos como en casa. Y en casa, cuando la conversación se acalora, hay que subir el volumen. Era como si todos supiéramos que la música sonaba sólo para cada uno de nosotros. Y quién sabe para quién sonaba en realidad. En fin, la acústica de la sala permitió escuchar la misma voz de siempre más clara que nunca. Es lo que tiene la solera. Lo agradezco.
Texto: MASH Fotos: C. Morillas
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